lunes, 8 de marzo de 2010

CONSUMO

Al atardecer, Renault pasea por la abarrotada galería inferior del centro comercial. Entre los pasillos de mármol rosa pulido brotan jardineras con plantas artificiales y las familias agotadas se oxidan en silencio sobre bancos de madera barnizada. Un guardia de seguridad enorme vigila desde la galería superior y desata con sus ojos un oleaje de miradas que los rehuyen y de cabezas que se agachan. Renault sortea grupos de adolescentes ruidosos y filas de mujeres que compran en animados grupos bajo la estúpida música ambiental. La joven a la que está siguiendo toda la tarde pasa su mano izquierda por la manga contraria de su chaqueta, como si se acariciara o quisiera calmarse, y Renault percibe en su nuca desnuda una fragilidad que casi le asusta. La sigue más tarde por el pasillo de salida hacia el parking donde los coches se extienden alineados bajo una luz agónica; un frente de parachoques afilados, casi amenazadores, le observa mientras camufla sus pasos entre una hilera de árboles decorativos. Nunca pierde el contacto visual con ella. En los escaparates inundados de luz fría, les brotan a los maniquíes brazos en posiciones dinámicas que resultan absurdas ante sus pupilas muertas. Ha llovido no hace mucho. Mientras camina ausente sobre los pequeños charcos, Renault tiene la impresión de que la joven está contando los pasos, midiendo un arco imaginario en la rotonda de acceso al centro comercial. El rostro de ella, sin embargo, carece de geometrías circulares bajo el metal fluido que arrojan las farolas. Es evidente que la muchacha busca su coche y que lo ha aparcado en el extremo más alejado de la entrada. Celebrando su buena suerte, Renault se dirige hacia ella mientras saca del bolsillo de su abrigo las bolsas de plástico con las que piensa empaquetarla. Algunas tienen los colores del centro comercial que ambos acaban de abandonar.

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